Por muchas razones, y hasta sinrazones, Silvio Rodríguez es
un cantante fuera de serie. Cofundador, con Pablo Milanés, Noel Nicola, Vicente
Feliú, Eduardo Ramos, Sergio Vitier (y aunque nadie sabe quién la bautizó así)
de la Nueva Trova, ha aportado su indudable prestigio a un movimiento que
revitalizó la canción cubana y la catapultó en el plano internacional. No
obstante, aún dentro de un núcleo tan fermental, con el que siempre se sintió
plenamente identificado, Silvio es un talante inconfundible.
Curiosamente, su voz no es cálida ni grave ni
particularmente seductora, sino más bien aguda, de un timbre casi metálico y
sin embargo frágil. Al escucharlo, uno llega a temer que en cualquier momento
se le quiebre, y ese riesgo ( que en su caso no es deliberadamente buscado sino
más bien lo asume como algo irremediable) también forma parte de su extraño
atractivo. Con características que en cualquier otro cantante serían
anticarismáticas, Silvio funda precisamente su carisma. Quizá el secreto resida
en que siempre transmite una gran sinceridad, una honestidad a toda prueba, un
no aparentar lo que no es, y, en estos tiempos de famas prefabricadas, de
engendros de la machacona y mistificadora publicidad, esa actitud, a la que el
público accede sin intermediarios, significa una bocanada de aire fresco en un
ámbito, como el del espectáculo, por lo común tan especulativo como artificial.
Salvo en casos excepcionales, Silvio es autor de la letra y
la música de sus canciones. Como en los ejemplos de Pablo Milanés, Chico
Buarque. Viglietti, Serrat, Aute y no muchos más, esa doble autoría otorga a
sus producciones una unidad esencial. Sean o no el resultado de un desarrollo
paralelo, letra y música aparecen como gemelas (jimaguas, diría en Cuba),
copartícipes en el acto de la parición. Fundamentalmente, las letras de Silvio,
sobre todo las que crea a partir de una duramente adquirida madurez, tienen un
nivel textual tan afortunado que (algo no demasiado frecuente en los cantores
populares) conservan su validez política aun sin el básico soporte de la
música. Alguna vez he sostenido, y su trayectoria posterior corrobora ni
diagnóstico marginal, que Silvio es un poeta que canta, y más aun: que es uno
de los poetas más talentosos de su generación.
Siempre recordaré como conocí a Silvio y a Pablo en La
Habana, allá por el año 1966. Era mi primera visita a Cuba. Unos amigos me
habían invitado a cenar en su casa y me anunciaron que más tarde vendrían dos
cantantes muy jóvenes, todavía casi desconocidos. Por fin llegaron con sus
guitarras y cantaron cinco o seis canciones cada uno. Tuve la rara sensación de
que asistía a un viraje importante de la canción cubana: por un lado estaba
presente la tradición trovadoresca, y por el otro una propuesta asombrosamente
innovadora, que transformaba, enriqueciéndolos, los ritmos heredados e
insertaba en las letras un sentido tan comunicativo como el de la poesía
conversacional, entonces en pleno desarrollo en América Latina. Varios años
después, escuchándolos de nuevo en textos y música de más rigurosa factura, les
pedí que cantaran aquellas letras primigenias que les había escuchado en el 66.
Pero no las recordaban. Lo cierto es que en ese lapso habían creado tan
frenéticamente nuevos cantos, que aquellos iniciales, tan importantes para mí, habían
sido cubiertos por su propio olvido.
El mayor compromiso (palabra hoy tan subestimada por la
dejadez postmodernista) de Silvio es con la vida, a la que no canta de lejos
sino metida en ella hasta en los tuétanos. Participando en la campaña de alfabetización,
embarcando hasta África en el barco pesquero Playa Girón, empuñando un fusil
para defender su Revolución, arriesgando su vida en Angola, cantándole al amor
desde el amor, aprendiendo a tratar de igual a igual a las mujeres de su vida,
creciendo con sus hijos, la trayectoria de Silvio es el hilo conductor de su
canto, y cuando los públicos, leales y fervientes, de cualquiera de los tres
mundos, lo aplauden con denuedo y naturalidad, no sólo están premiando su arte,
también su coherencia, su fidelidad a la Revolución y a sí mismo, su capacidad
de trabajo y su rigor, su calidad humana. Silvio nunca será un mito; no viaja
con su pedestal a cuestas. Sus públicos lo saben y tal vez por eso lo tratan
como a un querido y sencillo compañero, que les canta y les dice las
felicidades y las desdichas que ellos también quisieran cantar y decir tan
entrañablemente como él.
Mario Benedetti
El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!
Poner en ella por ejemplo
un grillo, un barco sin velamen, y una espiga
sobrantes de lujuria, algún milagro
Y un folio rebosante de noticias
Poner un verde, un duelo, una proclama,
dos rezos, y una cábala indecisa
El cable que jamás llegó a destino
Y la esperanza pródiga y cautiva
El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!
Poner en ella por ejemplo un tango
que enumerara todos los pretextos
para apiadarse a solas de uno mismo
y quedarse en el borde de otro sueño
Poner promesas como sobresaltos
Y el poquito de sol que da el invierno
y un olvido flamante y oneroso
y el rencor que nos sigue como un perro
El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!
Poner en ella por ejemplo un naipe,
un afiche de Dios, el de costumbre,
el tímpano banal del horizonte
el reino de los cielos y las nubes
Poner recortes de un asombro inútil,
un lindo vaticinio de agua dulce
una noche de rayos y centellas
y el saldo de veranos y de azules
El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!
Pero en esta botella navegante,
sólo pondré mis versos en desorden
en la espera confiada de que un día
llegue a una playa cándida y salobre
y un niño la descubra y la destape
y en lugar de estos versos halle flores
y alertas y corales y baladas
Y piedritas del mar y caracoles
El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!
(Mario Benedetti).
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